Elevarse más allá del amor compartimentado

Hoy tengo ganas de volver sobre el tema recurrente del amor, que en su origen es incondicional. Este nos alimenta, como la luz blanca traspasa el prisma para descomponerse en la paleta de colores de lo visible. Del mismo modo, el amor descompuesto por nuestra mente aparece como fragmentado, y perdemos su esencia. Al igual que el arqueólogo, tomamos muestras y etiquetamos cada fragmento, olvidando que solo son un ínfima porción de algo inmenso, infinitamente mayor, que nuestra mente no puede percibir. Así nace el amor compartimentado, en forma de amistad, amor fraterno, amor filial… y por supuesto, el más cerrado y condicionado de todos: el sentimiento amoroso.

De tanto concentrarnos en todos estos fragmentos sin vida, y de tanto disecarlos, terminamos por desconectarnos totalmente de ese amor que fluye en cada uno de nosotros. Una vidriera puede descomponer la luz exterior de múltiples formas, más o menos inspiradoras, pero no por ello deja de separarnos de la luz natural del sol. De tanto observar la vidriera, nos perdemos en sus formas, en su simbología o en su interpretación, olvidando la fuente luminosa que le da vida.

Si el amor hace daño, como muchos afirman, es sencillamente porque tenemos de él una visión deformada y condicionada. De hecho, lo que tomamos por amor (el apego, la añoranza, la dependencia…) no hace sino alimentar nuestras propias heridas y terminamos creyendo que el amor rima con sufrimiento. ¡Pero nada de cuanto haga sufrir puede ser amor!

El sentimiento amoroso vivido bajo las normas de nuestra sociedad es, sin duda, la forma de amor más distorsionada que podamos experimentar. Sin ánimo de generalizar, se vive a menudo de forma posesiva, exclusiva, egoísta y cerrada. El mundo de las relaciones amorosas es muy manipulador, puesto que consiste a menudo en dar, sutilmente, para poder atesorar: “Me vuelvo indispensable para conservarte bajo mi ala”. So pretexto de una intención loable, un simple “te quiero” puede convertirse a veces en una verdadera cárcel:

Il y a mourir dans “je t’aime”
Il y a “je ne vois plus que toi”
Mourir au monde, à ses poèmes
Ne plus lire que ses rimes à soi
Un malhonnête stratagème…

[Sache que je – Jean-Jacques Goldman]

Hay morir en un te quiero
Hay un no veo más que a ti
Morir al mundo y a sus poemas
No leer más rimas que las de sí
Qué deshonesta estratagema…

Personalmente, me he distanciado, a lo largo de los años, de este tipo de relación, pues me parecía demasiado cargosa y complicada para poder avanzar ligeramente. De hecho, ya no deseo implicarme en todos esos juegos, esas convenciones, esas reglas y susceptibilidades que rigen el mundo de las relaciones de pareja. Encuentro todo eso cansino y agotador. Es solo una elección personal, por supuesto, que me permite tomar distancia y observar algo mejor este mundo, como extraterrestre que soy.

La libertad no tiene precio, y el amor que se expresa en lo cotidiano no es menos vívido sin consorte amoroso. El amor, yo puedo experimentarlo de forma muy intensa en un bosque, frente a un paisaje, junto a un ser al final de su vida… A veces, algunas lágrimas descienden por mi rostro, de tan fuerte como es la emoción. Esos instantes de felicidad son completos, y de una intensidad sin igual. Ese amor que me sumerge no tiene filtro ni forma, es incondicional, puesto que no está limitado por los condicionamientos humanos.

A veces lloro, contemplando la miseria humana. Mi frustración, en esos momentos indecibles, es no poder compartir ese amor que me desborda. Me siento profundamente impotente, y tan alejado de este mundo de pesadez, donde el ser humano busca el amor entre los meandros torturados de sus creencias y condicionamientos… Para elevarse, hay que soltar el lastre y saber renunciar a esos esquemas que nos aplastan. Hay que osar dar un salto al vacío, para así tomar conciencia de aquello que nos llena de una forma diferente. Hay que hacer prueba de mucha audacia y no tener ya nada que perder.

Esta reconexión con la fuente no nos aísla de nadie, muy al contrario. Pese a la gran distancia, nos permite aportar mucho más alrededor de nosotros, sin entrar en nocivas relaciones de dependencia. Ser nosotros mismos es el más bello regalo que podamos aportar a la humanidad.

Solo entonces, podemos ofrecer, en el día a día, ese amor que nos habita, sin expectativa y sin restricción, a través de una mirada, de un apretón de manos, de una intención, o de un simple pensamiento…