Sobre el final de la vida

Alrededor de los 13 años, mi padre me dio a conocer un libro titulado: “Vida después de la vida”, de Raymond Moody. Esta obra, una de las primeras en la materia, trataba de experiencias de muertes clínicas censadas en diversos entornos sociales, y señalaba, para la mayor parte de ellas, un escenario común: La persona “fallecida” se ve a sí misma tendida, se eleva, recorre un túnel, y luego, se dirige hacia una inefable luz…

Esta obra me marcó profundamente y despertó en mí dos evidencias latentes:

– La muerte tiene un sentido, y es parte integrante de la vida
– Me sentí llamado a tratar con personas que se encuentran al final de sus vidas

Al mismo tiempo que esto era una evidencia para mí, mi mente me decía que yo debía de ser muy macabro para andar alimentando tales aspiraciones. Más tarde, leería otras obras sobre el tema, así como numerosos libros de una suiza emigrada a los Estados Unidos: Elisabeth Kübler-Ross. Esa llamada no dejó de vibrar en lo más profundo de mí, durante todos los años que siguieron.

Cuando vendí mi empresa de informática en 2002, una de mis primeras iniciativas fue la de buscar una forma de apoyar a seres que partían. Rápidamente, inicié mi formación de 18 meses en la asociación JALMALV. Impaciente por pasar a la práctica, busqué, en paralelo, una entidad en la que me aceptaran como acompañante en el seno de un equipo.

En seguida, tomé contacto con la unidad de cuidados paliativos de Châtel-Saint-Denis que me acogió. Me sentí rápidamente en mi elemento, consagrando dos días por semana a esta actividad más que enriquecedora.

Comprendí muy pronto que solo necesitaba ser yo mismo, simplemente. Algo más bien interesante para alguien que había pasado la vida mostrándose como él creía que los demás querían que fuera. Pues sí, ¡es mi lado camaleónico! Ahí no tenía ya ningún rol que interpretar, ninguna necesidad de gustar, de ser un buen chico. Solo necesitaba ser yo mismo, junto a las personas que se liberaban de sus fardos para poder emprender el vuelo.

La autenticidad de los intercambios me impresionó muy pronto. A esas alturas de la vida, las máscaras y caparazones no aguantan más, el pegamento se cuartea y termina irremediablemente por ceder. Sean cuales sean los estamentos sociales, todo ser humano debe franquear él solo el pasaje, y no se lleva nada ni a nadie consigo. Si hay una etapa de la vida en la que somos todos iguales, ¡sin duda es esta!

En aquella entidad, donde la duración media de cada estancia era ligeramente inferior a un mes, me sorprendió rápidamente el hecho de no experimentar ninguna tristeza por el deceso de los pacientes. A veces, incluso, al contrario, una alegría interior me inundaba cuando la persona había podido alzar el vuelo apaciblemente. Cosa, claro está, más bien difícil de compartir con las familias (con algunas excepciones), pero también con el personal de la entidad.

Yo estaba entonces habitado por íntimas convicciones, que resonaban en mí como evidencias profundas; esas cosas que uno sabe, y que sin entender por qué, forman parte de nuestras certezas: la muerte no es un fracaso, la vida no empieza en el nacimiento ni se termina con lo que nosotros llamamos la muerte. No estoy buscando convencerte de nada, sino simplemente describirte lo que me habita. Estas evidencias extremas, de las que nadie podrá hacerme dudar ni por un segundo, me llevan a concebir la muerte como un nacimiento. De hecho, y para terminar con la pequeña historia, la unidad de cuidados paliativos ocupa, desde 2001, los locales de una reputada ex-maternidad. Su afección actual no es pues muy diferente de la anterior…

Con frecuencia, muchas personas me preguntan si no es demasiado agotador, incluso peligroso, frecuentar la muerte, y cómo hago para recargarme. A riesgo de escandalizar, es la propia actividad la que me recarga, puesto que frecuento la autenticidad, a través de numerosos seres maravillosos que han recorrido, a veces, muchos más caminos, durante los últimos meses transcurridos, que durante toda una vida.