Sobre la vida o su belleza en la fragilidad

La vida terrestre no es un fin en sí mismo y no nacemos necesariamente para morir viejos. Al llorar por la juventud que se le escapa, el ser humano se agarra a la vida de forma obsesiva, para terminar viendo únicamente esta, olvidando que solo es una forma, una etapa que pasa. Esta terminará, así como también empezó. Nuestras vidas son travesías que en vano intentamos arraigar, prolongar, inmortalizar. Y así, oponiéndonos al movimiento natural de la existencia, matamos la vida, ahogándonos en la ilusión de una eternidad terrestre.

Una visión restrictiva de nuestro Ser

Muchos de nuestros problemas se originan en esta visión restrictiva de lo que somos. Es sencillamente imposible vivir el instante presente cuando estamos obsesionados por la idea de nuestra propia mortalidad y la de nuestros seres queridos. En efecto, la vida es una travesía, más allá de cuáles sean nuestras culturas o creencias. En lo más profundo de nosotros, lo sabemos, pero nuestra obsesión por la inmortalidad hace que lo olvidemos. Nuestro objetivo no es vivir el mayor tiempo posible, sino enriquecernos con el recorrido, independientemente de su duración. La vida es una travesía, un privilegio que nos concedemos, con el fin de experimentar el amor en este mundo de dualidad.

La vida terrestre: una etapa de la eternidad

No podemos sino admitir que no llegamos a la vida desprovistos de equipaje. Cada ser humano que nace hereda sin duda un bagaje genético, pero también y sobre todo, un bagaje propio, que contiene todas sus riquezas, experiencias y heridas personales, acumuladas antes de su nacimiento. No se trata de saber si solo hacemos una travesía por la tierra, o si experimentamos múltiples vidas; para mí es evidente que hay un antes y un después. De hecho, hay un siempre, más allá de nuestro concepto terrestre del tiempo. Nada de nuestra esencia puede morir. Yo existo, mucho más allá de mi vida presente. Y cuanto menos me identifico con la forma que pasa, más intensamente existo, intemporalmente, con indiferencia hacia lo que pueda ocurrirme. Este perfume de eternidad, esta beatitud, esta sensación profunda de haber existido siempre me llenan entonces de una paz inconmensurable: La vida no hace sino transformarse, se metamorfosea, pero no muere nunca.

Calidad mejor que cantidad

Poco me importa vivir mucho tiempo, pero sí vivir intensamente. La edad no es mi enemigo. Amo mi cuerpo, pero yo no soy mi cuerpo. Lo amo y lo respeto por cuanto me permite explorar, pero sé que envejece, ya desde hace tiempo. Me enorgullezco de su edad, del transcurrir del tiempo, a la vez que permanezco consciente de lo intemporal de mi esencia. La muerte no es sino el nacimiento a una nueva forma de vida, un nacimiento sin duda mucho menos traumático que el experimentado a nuestra llegada a la tierra. Llegar a viejo no es mi prioridad. Vivir plenamente es mi objetivo.

Cada día me siento dispuesto a morir. Esto no tiene nada de macabro. Saboreo mi vida plenamente y no tengo prisa por franquear esta etapa, aun cuando desde mi nacimiento me acerco a ella, inexorablemente, cada día un poco más. Me siento simplemente sereno ante la idea de que pueda marcharme ahora mismo… como dentro de muchos años. Y así es como saboreo con deleite cada nuevo día que empieza, cual privilegio cotidiano que se renueva. Prepararse para morir es aprender a vivir mejor.

Nadar contra corriente

Y sin embargo, a lo largo de todo este recorrido, el ser humano se obstina en nadar contra la corriente de sus aspiraciones profundas, y en agarrarse a lo conocido, a lo reconocido, a todo cuanto considera indispensable, a tantos valores fútiles que lo esclavizan. Me refiero aquí a los bienes materiales e inmobiliarios que, a menudo olvida, habrá de abandonar un día. Se identifica con ellos, meciéndose al compás de una nota de eternidad, haciéndose prisionero de un mundo acotado y cerrado, que a menudo llega hasta la asfixia. Y cuando la vida le invita, habitualmente por la fuerza, a airearse, los muros de su prisión dorada se derrumban. Ni siquiera una fortaleza es eterna.

No-permanencia

Si hay una noción con la que he convivido estos últimos años es la de nopermanencia, evocada a menudo en el budismo. La muerte está ahí sin duda para recordarnos que solo pasamos y que nada de lo trazado en esta tierra nos sobrevivirá. Podemos dejar en ella un nombre, una obra, un imperio, pero todo terminará irremediablemente por desaparecer. Todo salvo el amor que habremos sembrado en nuestro camino y que seguirá floreciendo mucho más allá de nuestro paso. El universo está en constante mutación y nada que sea físico o material está hecho para durar eternamente. Todo se transforma en una lógica que a menudo se nos escapa. La no-permanencia es la esencia misma de la vida.

Como un laberinto

La vida se parece a un gigantesco laberinto. Nuestra mente permite explorarla desde adentro, ofreciendo solamente una visión restringida e ínfima de la totalidad. Podemos quedarnos ahí, agazapados en un rincón, para observar y juzgar a cuantos se desplazan por él, sin comprender siquiera adónde van y lo que viven, sin aceptar que hay múltiples formas de desplazarse por un laberinto, y que cada itinerario es rico en aprendizaje, aun cuando exija a veces volver sobre los propios pasos para emprender uno nuevo. Esta mirada limitada sobre la vida conduce por sí sola al juicio y al sentimiento de poseer LA verdad, que no es en realidad sino un punto de vista más entre infinidad de otros.

Pero es posible también explorarlo en su tercera dimensión con los ojos del corazón, que nos eleva y nos impulsa a sobrevolar el laberinto. Y así es como lo descubrimos en su conjunto y en su perfección. Todo se vuelve más claro, adquiere sentido y toda noción de juicio desaparece. ¿Cómo podríamos ya desear juzgar semejante perfección? El laberinto ya no es un fin en sí mismo, una meta absoluta, sino que forma parte de un universo más amplio. Es una etapa, una experiencia iniciática. Ya no hay nada tortuoso y sus múltiples diseños y designios nos inspiran profundamente. La mirada del corazón nos eleva: En el corazón no existe el callejón sin salida.

Aceptar lo que nos resulta inaceptable requiere mucha humildad. Es reconocer que nuestros miedos, nuestras heridas y nuestros condicionamientos nos impiden elevarnos suficientemente como para descubrir el sentido de la vida en su globalidad. La sublevación no hace sino restringir nuestra mirada y encerrarnos en lo que tomamos por realidad. Aceptar lo que nos rodea sin juzgar es el primer paso hacia una mirada nueva, el acceso a una dimensión desconocida, llena de sentido.

Intensa y frágil a la vez

La vida es indisociable del movimiento, es intensa por su fragilidad. Frágil, porque dependiente de tantos factores que no controlamos. La vida no puede echar raíces. Cuando tratamos de inmortalizarla, la matamos. ¿Es acaso más apasionante vivida en las seguras entrañas de un búnker? ¿O con la melena al viento en la aventura cotidiana? ¿Es preferible vivir libre un día, o encerrado durante un siglo? Mis palabras tienen como misión aguijonearte para suscitar una reflexión profunda, interior. Ellas traducen mis certezas más íntimas, mi fe; y si despiertan en ti cuestionamientos, o te desestabilizan, habrán sin duda cumplido su función.

La ola y el océano

La ola es una manifestación del océano. Nace de las corrientes que lo recorren y termina inexorablemente por fundirse de nuevo con él. La ola aporta toda su belleza al océano, pero no existe como tal, es una danza de lo efímero sobre el océano de la eternidad.

Así, todas las olas se forman y desaparecen en el movimiento de la vida. Si la ola piensa que no es más que una ola, se ve separada de todo y entra en el ciclo del nacimiento y de la muerte. Pero cuando se siente parte integrante del océano, descubre que es eterna y que existe mucho más allá de su forma. La forma es una manifestación en toda su belleza, pero no hace sino pasar. El océano, en cambio, no muere nunca.

Somos las olas del océano de la vida…