Sobre la moral o la razón del corazón

El ser humano tiene por costumbre buscar la moral fuera de sí mismo, referenciándose en numerosas instancias que afirman detentar “La” verdad. La moral, tal y como se enseña hoy día, es una poderosa herramienta de control que permite manipular una tremenda irresponsabilidad desde la más tierna edad.

Lo que el hombre ha bautizado como “moral” es un conjunto de reglas éticas, a menudo decretadas por unas autoproclamadas autoridades religiosas, que pretenden, desde hace siglos o milenios, definir con arrogancia y en nombre de un dios, lo que es “bueno” y lo que no lo es. Aunque en apariencia universal, la moral está fuertemente teñida por las religiones.

Des-responsabilizado de esta forma, el hombre ha elegido establecer leyes, para hacer respetar esa misma moral, ofreciéndole un marco bien definido, y compartimentándola de forma simplista y reductora. Y la aplicación de estas mismas leyes ha desembocado, claro está, en las peores aberraciones, y en los peores crímenes. ¿Cuántas guerras sangrientas han tenido lugar bajo el amparo de leyes que defienden una moral de pacotilla? La ley es la justicia de la cabeza, la de una mente juzgadora y controladora. Sin necesidad de ir más lejos, nos damos cuenta de que el ser humano está desposeído de su corazón desde el nacimiento, para ser moldeado, condicionado y formateado.

Pero, entonces, ¿quién puede saber a ciencia cierta lo que es bueno y lo que no lo es? ¿Es moral dejar de amar al esposo/esposa… amar a varias personas… o amar a una persona del mismo sexo? ¿Es moral comprometerse de por vida a través de un sacramento? ¿Es moral poner fin a la propia vida, o ayudar a una persona enferma a dar el gran salto? Tantas situaciones juzgadas y catalogadas por las más altas instancias…

La moral es la razón del corazón, o mejor dicho: lo que es justo en el corazón, no puede ser sino moral. El corazón es lo que une a todos los seres humanos. La moral no necesita ser defendida, solamente vivida. Está en nosotros, en cada uno de nosotros, y no en los libros, ni en las instituciones. Cuando varias personas se hallan auténticamente en su corazón, ningún conflicto puede darse entre ellas. Esta es una regla absoluta, universal e ineludible.

Condicionados como estamos, por nuestro entorno cultural, y relegados al rango de “pobres pecadores”, por instituciones religiosas que enseñan la culpa, la dependencia y la auto-anulación, nos parece cuasi imposible concebir que tan enorme riqueza pueda habitar en nuestro interior. El corazón nos conecta con el amor, y por tanto, con la fuente. Una decisión que esté realmente inspirada por el corazón solo puede ser moral.

La cabeza -la mente- nos conecta a la personalidad, que por esencia aspira a ser individual. Todo se complica cuando la cabeza intenta hacerse pasar por el corazón, pretendiendo, así, saber mejor qué es lo moral. Esta tendencia es muy común: Al ego le gusta remplazar al corazón, y a veces de forma tan sutil, que puede construirse una pseudo-moral más verdadera que verdadera, hasta el punto de conducir a una nación entera a juzgar y a cometer las peores atrocidades en su nombre.

En todo conflicto, el ego, desde su necesidad natural de justificar sus actos, sustituye hábilmente al corazón y construye una moral ficticia, escudando sus maniobras, y reduciendo a inmorales las de otros. La persona que se identifica entonces con su ego es capaz de todo, convencida de defender “La” causa justa, “La” verdad universal. Ninguna nación se compromete nunca en una guerra sin estar convencida de detentar “La” verdad. Lo más delicado, pues, es disociar lo que viene realmente del corazón de lo que viene del ego, cuando este último intenta, insidiosamente, hacerse pasar por su vecino.

Cuando estás embarcado en un conflicto, no haces sino alimentar lo que estás combatiendo. La mejor solución es tomar distancia, des-implicarte y cambiar tu punto de vista. A menudo, los conflictos nos llevan a enredarnos en una situación, a meter tanto las narices que acabamos identificándonos, perdiendo así toda objetividad.

Tomar distancia consiste en mirar desde afuera la situación, en elevarse para sobrevolarla y contemplarla desde lo alto, a vista de pájaro…La situación se integra, entonces, en el movimiento de la vida y pasa a ser una más entre tantas otras. ¿Te has fijado, cuando sobrevuelas una región a diez mil metros de altitud, como todo se relativiza, y como la superficie de la tierra se ve tranquila y apacible, a través de la ventanilla del avión?

Observa, relativiza, conviértete en espectador y reconoce que no eres ni el actor, ni la situación, y que toda reacción por tu parte no haría sino alimentar el conflicto. Un simple paseo por la montaña, en la naturaleza, o un instante de meditación pueden ayudar enormemente a tomar esa distancia, a cambiar el punto de vista, a cambiar de parecer.

En cualquier conflicto, no debemos nunca renegar, rechazar o subestimar nuestros odios, cóleras y emociones. Podemos, en cambio, en todo momento, cambiar nuestro punto de vista, y entonces todo cambia y se aclara bajo un ángulo nuevo. El conflicto con tintes injustos e inmorales no es ya ahora una batalla personal que alimentamos, sino una situación exterior que observamos, y que podemos trascender.

Si necesitas que decreten por ti reglas morales, será que has perdido tu capacidad de escuchar a tu corazón. La verdad está en el interior, en lo más profundo de ti. Si no puedes acceder a él, haz limpieza y osa reconsiderar todo lo que dabas por hecho. Una vez liberado de tantos condicionamientos culpabilizantes, encontrarás esas íntimas verdades que te habitan.

La moral solo existe, en realidad, en el corazón, no vive sino en el interior, y es inaprensible. Cuando el hombre se adueña de ella, deja de existir. Es semejante al arroyo: si sacas su agua para ponerla en recipientes, solo tendrás agua estancada y sin vida. No podrás nunca capturar el arroyo. La moral es el arroyo que fluye en tu corazón.