Nuestras prisiones

Como tal vez ya sabes, estoy rodeado de numerosos pájaros, y disfruto, a diario, observándolos. La mayor parte de ellos viven todo el año en una gran pajarera exterior de 100 m3, lo que representa, para aquellos a quienes las cifras no les digan nada, un volumen cientos de veces superior al de una jaula de apartamento. Es decir: no hay punto de comparación. Ese espacio integrado en la naturaleza les permite volar a su antojo, desahogarse, bañarse y protegerse de los vientos y de los grandes fríos del invierno. Al observarlos, se ve inmediatamente que están a gusto. Numerosos pequeños pájaros salvajes acuden, también, por propia voluntad, a refugiarse, y a buscar un poco de compañía y de comodidad. Y es que el espaciado de la rejilla permite a los pequeños carboneros y otros pájaros de corta estatura entrar y salir libremente. Sin embargo, este lugar de vida no deja por ello de ser un espacio cerrado y delimitado, un lugar del que no se sale.

Mis psitácidas (cocotillas, kakarikis y papagayos reales de alas verdes) no tendrían, en realidad, mucha esperanza de vida si se aventuraran a salir solos fuera de este espacio protegido, quedando a merced de múltiples predadores. Ma volière de nuitSe mantienen a menudo bien apiñados y alineados, a veces, todos juntos, sobre un único palo de dos metros. La proximidad tranquiliza. Tras instalar una jaula dentro de la pajarera, para aclimatar a los recién llegados, me sorprendió constatar hasta qué punto, a los nuevos pájaros, les costaba dejar, después, ese espacio confinado, una vez abierta ya la puerta. Aún hoy, muchos de ellos prefieren agruparse en la pequeña jaula de aclimatación, antes que instalarse cómodamente en la pajarera. Interesante, ¿no?

No puedo evitar, por supuesto, hacer un paralelismo con nuestras conductas humanas. Vivir sin barreras, sin fronteras, sin límites… ¿Es en verdad tan confortable? Sin duda, no. Todos tenemos nuestras prisiones, en las que nos gusta encerrarnos. Así, nos creamos prisiones afectivas, amorosas, ideológicas, sociales, religiosas, materiales, virtuales…, y ello sin necesidad de que nadie nos obligue. Inconscientemente, tenemos sed de limitaciones. El encarcelamiento es, en cierta forma, tranquilizador, ya que procura la impresión de manejar lo que está contenido entre nuestros muros. Y sin embargo, estas estructuras auto-limitativas terminan siempre por explotar como burbujas, hasta llegar a la última, que es, claro está, nuestro envoltorio físico.

Durante algunos años, he acompañado a presos, en medio carcelario, lo suficiente para constatar hasta qué punto inquietaba, a la mayoría de ellos, una pronta liberación. Dejar un mundo protocolario y estructurado para perder toda referencia y afrontar lo desconocido no es cosa fácil. Más allá del disfrute que procura el hecho de recuperar la libertad, está la suma de responsabilidades que de ella se derivan. Recuperar un techo, un trabajo, una autonomía, un reconocimiento social, una razón para vivir… Esta incomodidad de la liberación la vivimos todos cuando una puerta se abre hacia lo desconocido, hacia otros límites. Cuando algunas barreras caen, erigimos inmediatamente otras, para tranquilizarnos. Nuestras cárceles internas son mucho más seguras que nuestros establecimientos carcelarios. Así pasamos nuestra vida, encarcelándonos, y nuestra imaginación no tiene límites a la hora de conseguirlo.

La mayor ilusión sería creerse libre. Muchos países con sed de libertad han hecho caer a su dictador para terminar encarcelándose de otra forma, en el integrismo religioso, por ejemplo. Paradójicamente, los pueblos que se creen más libres son a menudo los más encerrados. Cuando la libertad se convierte en doctrina, se transforma irremediablemente en prisión.