Amaestrar el silencio interior

Al igual que el conejo de Alicia en el país de las maravillas, el ser humano se pasa la vida corriendo, hasta olvidar incluso lo que persigue. De hecho, no persigue nada, solo huye obstinadamente de lo que más teme: ¡el silencio interior! Tanto teme contemplar el fondo de sí mismo que se agita frenéticamente para levantar olas en la superficie, y así ahogar al pez. Su aparente felicidad es, sin embargo, ilusoria, ya que las olas acaban siempre por morir a ellas mismas para renacer en el océano. Lo superficial solo transcurre…

Amaestrar el silencio interior Nunca como ahora el ser humano se había rodeado de tantos pretextos para huir de ese silencio. Ha desarrollando el arte de manejar las tecnologías de comunicación, no para comunicar, sino para ahogarse en todo cuanto pueda alimentar ese ruido incesante en el que se complace. Todo es pretexto prófugo, empezando por su hiperactividad. Pero, ¿qué es lo que tanto teme, huyendo de esta forma del silencio interior? Sin duda, el hecho de enfrentarse a sus heridas profundas, de las que prefiere huir, antes que sanar.

Así, una gran parte de la humanidad practica la política del avestruz, hundiéndose en creencias populares tales como: amar hace daño, el amor es exclusivo, la vida es siempre complicada, la solución no puede venir sino del exterior… La mente se ampara de ellas y complica aún más la realidad, alimentando nuevas creencias que proliferan de forma totalmente anárquica. Pero la fuga de lo que no queremos encontrar es solo una bomba de relojería que acaba envenenando nuestro ser profundo.

Y, sin embargo, disponemos en todo momento de la libertad de poner fin a este cáncer del espíritu, sin necesidad de esperar a estar quemado o a padecer un grave problema de salud para elegir regresar a lo esencial. Afrontar ese silencio de aspecto enemigo parece ser la única salida. No hay anestesia posible… ¡No hay solución externa indolora! La incomodidad del proceso es inevitable, y no hay posibilidad de atajo. Encontrar eso que tanto miedo da, requiere mucho coraje y no se puede alcanzar sino amaestrando el silencio, comprometiéndose incondicionalmente en el reencuentro con uno mismo.

Cuando el silencio emerge del interior, todo se ilumina progresivamente, y aparece como evidente que aquello que buscábamos afuera ha estado desde siempre aquí, en lo más profundo de nosotros. Nuestra frenética búsqueda de soluciones externas se nos aparece de pronto como ridícula, y resulta difícil no reírnos de ella, de tan aberrante como ahora la vemos. Ha sido necesario sumergirse en ese silencio que se apareció como un gran vacío, para descubrir que no era un abismo sin fondo, sino que estaba lleno de lo esencial.

Una vez conectados con nosotros mismos, relacionarse con otros ya no es una necesidad, sino una opción. Todas las actividades cotidianas, aun las mas intensas, están impregnadas de ese silencio, que no es otro que la conciencia emergiendo en cada decisión, en cada acto, en cada intención. En el silencio, solo hay presencia de sí formando una sola con el universo. El silencio no nos aísla, nos une al “todo”, tan sencillamente, que nuestra mente no puede siquiera imaginarlo.